Sueño de Cuervos
Miguel Ángel Villanueva Villanueva


Entre la lluvia sostienes, curva de acero negro, decorada con caracteres y ahora humo y bocanadas de arcabuz, la wakizashi que cortó la cabeza del demonio. Si todavía respiras, descansas la mirada unos pasos a tu izquierda, en sus ojos que, ciegos, reflejan tumbas y túmulos de soldados. A tus pies, un yelmo con cimera de tres picos. Bajo los remaches, hendido cerca de la sien, un pergamino. Entonces te falta el aire. De nuevo te asaltan cicatrices sobre tu máscara de guerra: lanzas, flechas, sudor, cansancio. Espada en mano renuncias y descansas entre los muertos.

Noche. Algunas linternas te recuerdan lejos, en el páramo dentro del bosque rojo. Acurrucada sobre un ovillo enramado de raíces y cortezas, Matsutake mira a través de un libro repleto de caracteres chinos, ciega, sin párpados. El viento del norte juega con hojas y espirales sobre el descampado mientras su mantón de cuero, su toca y su capa desgastada giran y se enredan entre la maraña de su pelo. Conforme recita historias del mundo antiguo, la muchedumbre resopla quimeras de asombro. Has venido en compañía de los otros niños de la comarca, solo, para escucharla. En otro paraje, despiertas a olores de lluvia -sus ojos desiertos te dibujan. Eres un arquero de la cofradía de los hircocervos al servicio del gran general de Kanto, Minamoto no Kuro Yoshitsune. Con él, 10,000 soldados dispuestos en la oscuridad, poco antes del amanecer. Han recorrido en una jornada un tramo de dos días de marcha, desde Heiankyo hasta las faldas orientales del monte enclave que reúne a las provincias de Harima, Tamba y Settsu. Hacia el sur, vigía, aquel camino escarpado, nudoso, de grandes piedras afiladas, todo cubierto de hielo y altos pastos color ocre, la Garganta del Ruiseñor. Antes que amanezca, el general ordena una avanzada de 7,000 soldados contra la puerta oeste del baluarte en Ichinotani, último refugio del clan Taira. Más tarde marchas con el resto de las fuerzas hacia la muralla norte, bajo el mando del mismo Yoshitsune. A través del sendero de Tamba, los cascos de la caballería retumban en la Garganta del Ruiseñor. Aquí arriba los caminos y sus fracturas se pierden entre la nieve. Barrancos, tolvaneras, derrumbes, heladas, todo marcha unos pasos delante de sus sombras y el púrpura de las insignias. Y al final del ascenso, encorvados sobre el campamento, los muros permanecen.

El frío poniente sofoca las linternas del páramo. Bostezas. Es el momento del día en que la oscuridad se refugia en sí misma y, en lo alto de un pino rojo, se abrigan parvadas de cuervos. Matsutake está sentada de espaldas a la hoguera, a un costado del árbol. Ahí la escuchas predicar, a veces en la lengua de tu pueblo, a veces en una lengua bárbara, su incomprensible comunión con los pájaros: Cada roca, animal, raíz, emoción, carácter e incluso, cada persona están asociados a un kami. Los espíritus de los muertos también son kami. Entre ellos pacen los baku, criaturas oníricas de agudos colmillos y trompa alargada, cuerpo de león, garras y cola de buey. Si logras despertar de un sueño funesto, invoca: ¡Devora, oh Baku, devora mi sueño sombrío! y los demonios engullirán toda fatalidad… Pero estás demasiado cansado para escuchar y ya caminas de regreso a la aldea.


Marchas detrás de un caballo ensillado con una montura laqueada de colores que arrastra su brida renqueando entre las cordilleras. Después de valles, escaladas, desfiladeros, eres la vanguardia de un ejército perdido en medio de la nada. El sustento; un parco atado de cuervos y jabalíes para todo el regimiento agobiado por la monotonía. Te espantas el sueño, pero las cuencas de sus ojos aún reflejan centinelas en vela escondidos entre la hueste.

Extraviarlos -lees en su ceguera-, en un sueño confeccionado entre madejas y carretes negros. Tenderlos a lo largo de una noche sin luna en este teatro de máscaras que se alimenta de sueños donde los baku nunca se hartan. Devorar mientras aquel que sueña olvide la vigilia. Sus palabras son frías, para cuando rechinan en tus huesos, tus pies se hunden en la nieve que ya te abraza las rodillas. Y tus pies se sienten calzados de hierro. Y sólo quieres cerrar los ojos, en la noche de los tiempos.

Un cazador de aves guía a las tropas entre las montañas. Para él, alcanzar el baluarte es imposible. El abismo, la cumbre, los peñascos y al final la pendiente cercada con crestas de lanzas de doble pica. Un camino por el que apenas se aventuran algunos animales salvajes.

Abres los ojos. Una sonrisa de encías inflamadas se burla de sus propios chimuelos. Los otros niños se han ido. Esta vez, la crin de un jabalí alunado abraza la espalda de Matsutake. Manchas de tinta se escurren entre sus dedos desde los arpones que revientan a los pulpos colgados con el pico al cielo. Abajo, la hoguera recibe los borbotones del fluido negro que se mezcla en varias urnas con restos de frondas de añil y leche de cicuta. Así termina el ceremonial. Sobre las cenizas quedan tarros con la infusión, apilados alrededor de un libro. En cada hoja está escrito un carácter, un kami y debajo, la leyenda -nombrar es invocar.

Recortada contra un estandarte Taira, la figura de un hombre dormido vigila la puerta norte del castillo. Un silbato en la punta de una flecha, a través del viento, anuncia la batalla a los kami. Durante el presagio, el atalaya divisa hordas descendiendo en cascada desde los picos del barranco septentrional. El peso de las armaduras, los gritos de guerra y el acero de las espadas rompen la pendiente un segundo antes de que el destacamento galope sobre ella. Entonces el eco de la cabalgata ahoga el aire en la encrucijada y, por un momento, el tiempo se vuelve de piedra. A tu alrededor, una torva de lanzas y fuego. Columnas de arqueros dispersan ganchos y escalinatas mientras huestes desbocadas cargan con los escudos y encima los cadáveres que ya parecen lapidarlos. Más allá, los arietes baten los goznes de las puertas, pero las murallas resisten la voluntad ciega de las máquinas de guerra. Hasta que la flecha silbato encuentra la garganta del hombre que apenas despertaba. Y amanece. En desbandada hacia el mar, la corte suelta los amarres y se reduce a grandes lastres a punto del naufragio. Las cortesanas protestan, bastonean, o cercenan por igual los dedos blancos en el agua. En la ofensiva, la caballería domina los enclaves abandonados por el incendio de la torre de guardia. Sobre la puerta oeste, la defensa se repliega hacia los muros interiores. Pero los parapetos están ocupados, detrás de las barricadas despuntan lóbregas formaciones de aljabas enemigas, desde las aspilleras vuelan flechas. Y las nubes se tiñen de negro. El círculo está cerrado. No pueden salir.


Lluvia vieja en el canto de las espadas. Gorgueras, manoplas, revestidas de saín espeso. Alrededor del páramo, el humo descansa sobre las falanges de acero. El clan Taira se dispersa. Agotado, te frotas los ojos y ahí, en medio de la nada, escuchas entre muchos el graznido de un cuervo. Entonces recuerdas la historia de tu muerte y desenvainas. Una vez más, como una quimera, lluvia y viento se confunden en un ciego gorjeo. El risco, la fortaleza, los hombres, todo se dibuja de carbón. En ese color negro satinado clavas y escarba tu mirada de pájaro. Arquero, todavía a tientas reconoces el trazo de una armadura hincada, apenas sostenida por trabas y cruces de madera y acero. Y la mueca del demonio, que tu miedo fractura de un solo tajo. Una vez más, te has equivocado, pues debajo del yelmo se asoma un pergamino con tu sentencia, un carácter: Hambre. Así, mueres un poco… Con el amanecer despiertas, te acicalas el plumaje y en compañía del resto de la parvada te lanzas en picada, hacia el banquete entre los despojos de guerra, en las faldas del acantilado. Una vez más, satisfaces tu instinto y vuelves a tu descanso cerca de las nubes, vuelves, a tu rapaz sueño de cuervos.