Libertad Sin Límites
Javier Domínguez Lorea

Hola, me llamo Juan Moscoso y tengo treinta años. Soy un Juan como tantos otros Juanes. Ni especial ni excesivamente ordinario. Como tantas otras vidas, la mía era gris. Ahora es peor. Es negra.
De lunes a viernes trabajaba en lo que podía y los fines de semana intentaba encauzar mi triste vida amorosa. “Hola, ¿qué tal est…” – “Muy bien, adiós” – “…ás, guapa?”.
Como tantos otros… ¿He dicho ya tantos otros o tantas otras un par de veces, no? Sí. Pues lo diré una vez más. Como tantos otros tenía mis pequeños vicios con los que intentaba estimular mi rutinaria existencia. Que si un Ducados Light en medio de la jornada laboral, que si una visita furtiva al prostíbulo del extrarradio, que si me dejaba arrastrar por el juego estéril rellenando compulsivamente bonolotos… Sí, soy un golfo.


Confesados ya algunos de mis variados desenfrenos, ninguno de ellos podía equiparse a mi pasión por las motos y la velocidad. Es que divisaba de lejos una Ducati y me desbocaba… Aullaba, saltaba, besaba al que tenía al lado…
Tal pasión motera era legado mi difunto padre. ¡Qué orgulloso me paseaba en su Bultaco roja de 250 c.c.! ¡Qué pena que se empotrara tan joven contra un Seat 850! Una auténtica lástima, en especial por la moto, que acabó en la chatarra y no pude heredarla.
Esto de la velocidad es genético. Me encantaba hacer volar mi lacia cabellera al viento… (Multa al canto y póngase usted el casco)…. Tomar las curvas a 150 km/h y rozar el suelo con la rodilla… (Otra multa para el señor Moscoso) ¡Pero si llevo casco! (El límite de velocidad, caballero, el límite de velocidad que lo ha superado por mucho) ¡Ag!


Triste, desconsolado, mi vida se encontraba en punto muerto. Me habían despedido de mi último trabajo, no ligaba ni pagando, mis amigos se habían acomodado en sus vidas burguesas, y mi pasión por el motor se encontraba constreñida por unas autoridades públicas que se estaban forrando a mi costa. (Es que tienen que cuadrar los presupuestos). Claro, claro que sí. Todo por los presupuestos…
¡Me vais a hacer coger un trauma y después ya veréis! ¡Así se llenan las calles de cadáveres!


Sin nada que hacer de provecho, de vez en cuando paseaba amargamente en mi motocicleta a 45 km/h por la ciudad. Los ocupantes de los turismos me miraban con desprecio, las señoras se agarraban el bolso cuando yo pasaba a su lado, los niños se burlaban y me tiraban piedras… “¡Vaya chatarra de moto!¡Tortuga!”. Bueno, nené, una Keeway Superlight. Ya veremos cuál te compras tú cuando dejes atrás los pañales.


Toda esta monotonía cambió una tarde del mes de enero. En televisión emitían el rally París-Dakar, o el Lisboa-Dakar, o como demonios se llame ahora. En mi época era el París-Dakar. Desaliñado, miraba con desgana el ir y venir de vehículos con los comentarios aburridos en off del locutor cuando de repente pude ver la luz… Las motos rodaban en libertad sobre la arena. Rápido. Muy rápido. Sin guardias de tráfico. Las multas parecían no existir. Incluso algunos nativos les aplaudían. A 200 km/h. A 250. A 300… Por fin había encontrado mi sitio: ¡El desierto! ¡La libertad!
Estaba decidido. Mi sitio, aquél era mi sitio, se convirtió en una obsesión… pero espera, ¿de qué iba a vivir? ¿qué iba a comer? Bueno, eso era lo de menos. Lo importante era vivir a tope y en libertad. Además seguro que habría un oasis en cada esquina. Un par de dátiles de vez en cuando, exprimiría algún cáctus, un gorro para el sol, un poco de agua fresca, y a correr por esas arenas de Dios. Sin casco. Sin límites de velocidad. Ya me relamía de gusto…


Dos días después de sopesar mi abandono urbano ya estaba plantado en el Sáhara. Había cruzado el Estrecho de Gibraltar y atravesado medio Marruecos, sintiendo en mis carnes el aire libertario de aquel vasto espacio. Me detuve y apagué la moto. Inspiré. Espiré. Sin multas. Sin presupuestos. Nadie por un lado, nadie por otro. Pues sí que es grande esto. Lancé el casco al cielo (véase el casco volar en cámara lenta) y encendí de nuevo el vehículo. Me gustaba escuchar el rugido del motor. Sonreí un instante pensando en el desierto, en la libertad, atusé mis cabellos y metí primera. Cien metros de éxtasis. Doscientos. Trescientos. Trescientosuno. Trescientosdos, Trescientostres…
¿Pero qué demonios le pasa a este cacharro? Voceé al mismo tiempo que la motocicleta iba progresivamente ahogándose y soltando petardazos por el escape hasta detenerse por completo.
¿Pero qué coño sucede aquí? … Mis ojos se dirigieron al indicador de gasolina. ¡No! ¡Tonto, tonto, tonto! ¡Me había quedado sin combustible en medio del desierto! ¡Tonto, tonto, tonto!
Eso no podía haberme pasado a mí. Se suponía que era libre, que iba a volar por la arena sin límites. ¡Bah! Serenidad y reflexión.
Anduve durante largo tiempo pero no encontré nada ni nadie ¿Pero esta gente del Magreb no presume de tener tanto petróleo? ¿Dónde están las gasolineras cuando se necesitan? ¿Dónde? Comenzaba a desvariar. El implacable sol, la decepción general y la larga caminata sobre el arenal habían conseguido que perdiera totalmente la orientación, y en consecuencia la ubicación de la moto, cuyo sillín seguramente ya seria calentado por las nalgas de un tuareg.
A punto de despedirme de esta vida perra, divisé a lo lejos el movimiento sinuoso de un camello que apareció tras una duna sin portar jinete en su grupa pero con un silla con dos alforjas. Su desgarbada imagen fue lo último que contemplé hasta terminar sumido en la inconsciencia… ¿De dónde habrá salido este bicho jorobado? ¿De dónde habrá salido? Es un espejismo, no es más que un espejismo, sólo un espeji…


Pocas horas después de haberme quedado dormido, la fría y húmeda nocturnidad del desierto me despertó de de forma brusca. Gélido, lo primero que contemplé frente a mis ojos fue la fea cara del camello…
-¡Ahhhhh! ¡Mi madre, qué morro tiene esta mala bestia! -me asusté tanto como el pobre animal, que salió despavorido tras mis alaridos hacia el lado opuesto. ¡Tonto, tonto, tonto! Ese camello era el único medio que poseía para sobrevivir y lo había asustado. ¡Tonto, tonto, tonto!


Cuando pensé que nunca jamás volvería a ver al camello, éste de nuevo se aproximó a mí de forma vacilante, con mirada lastimera y sonrisilla entre tímida y picara. Yo le hacía señas indicándole con rostro amable que se aproximara sin miedo.

– Ven aquí, guapito. Acércate -el camello me contemplaba paralizado- Mira qué bien se está aquí tumbado -le dije retozándome en la arena ante los ojos perplejos del rumiante, que berreó con desprecio y sin obedecer a mis indicaciones decidió sentarse plácidamente desde el lugar en el que me contemplaba.
– Pues si no vienes tú, iré yo -y me arrimé al animal de forma pausada. Más cerca, más cerca. ¡Ya estoy! El camello permanecía tranquilo, hecho que me otorgó la confianza necesaria para acurrucarme a su lado sintiendo su calor. Realmente era una escena tierna. Recordé mi niñez, cuando mi mamaíta me arrollaba entre las tibias sábanas blancas… Poco después me quedé dormidito. A la mañana siguiente saquearía sus alforjas.


El amanecer nos encontró desentumeciéndonos al mismo tiempo. El animal estiraba sus largas y huesudas patas y correteaba circular y garbosamente por la arena. Yo realizaba mis flexiones mañaneras de forma mucho menos elegante. Uno, dos, tres… basta por hoy.
Miré al camello y él me miró a mí. Reflexioné. ¿Qué pintaba yo en aquella ridícula escena? ¡Tonto, tonto, tonto! El camello mucho, era su hábitat, su vida, tendría a su familia cerca, a sus amigos. Pero yo… ¿Qué demonios hacía compartiendo gimnasia con un bicho con joroba? Si me viera mi padre. Menos mal que había muerto a tiempo.
Vamos a ver qué hay por aquí…. Metí la mano en una de las alforjas del animal y me topé con una bolsa de cuero llena de dátiles. Bueno, algo es algo. ¿Y por aquí?… Metí la mano en otra alforja y me encontré una cantimplora. Pues a echar un traguito.
Comido y bebido me sentí pletórico. Tanto, que las ansias de libertad volvieron a aflorar. El deseo de romper límites me poseyó de nuevo. Me acomodé en la silla del animal antes de colocar las manos en el pomo delantero y de que el camello comenzar a moverse.
-¡Acelera! -grité entusiasmado. Y el animal, tan avivado como yo, comenzó a galopar con brío por la arena.
Mi pelo greñudo se agitaba con el golpeo de los vientos alisios, todo mi cuerpo se oscilaba arrebatadamente mientras yo mantenía los ojos totalmente cerrados (léase y véase en camara lenta). Libertad. Libertad sin límites. Sin casco. Nada de multas.
En medio de tal orgía de ligereza con cálidas corrientes ventosas acariciando mi faz, hasta me había parecido escuchar un ruido de motor. Sigue, sigue, moto mía, digo camello mío, sigue, sigue, así, así…


-¡Halt! ¡Stop! -interrumpió mi placentero momento la potente voz de un policía marroquí de dos metros de altura que lucía botas lustrosas, rifle en mano y amplio perímetro torácico. Se encontraba delante de un todoterreno en donde el susodicho transportaba mi motocicleta.
Ante tal vociferio políglota, el camello frenó en seco. Yo me lancé sin dudarlo hacia mi querida Keeway. Ven con papaito. Me abracé sobre ella y así estuve durante unos segundos hasta que el policía requirió mi atención con unos ligeros golpes en el hombro.


– Yo español. De la España. Ahí al norte. Spain. La Spagna. Do you speak english? I sé a very few de inglés. Un poquito. My name is Juan and I quiero thank you a usted…
-¿Usted ser español? -me interrumpió.
– Sí, sí. Amigos, vecinos… -afirmé sonriente.
– Pues venga conmigo. Llevar usted carga de cocaína en asiento de camello -me enseñó la silla del animal. El muy bruto la había rajado por un lateral, permitiendo el hallazgo de una mezcla entre arena y un polvo blanco que se supone pertenecía a un alijo de coca.

– Pero, señor, si este camello no es mío. Lo he visto ayer por primera vez… No me ha dicho ni su nombre.
– Tú ser medio tonto, además de miembro de banda de Farik.
– ¿Farik? Pero de qué me habla…
– ¿Suya ser la motocicleta?
– Sí, a que es bonita…
– Para escapar con cargamento a España, ¿eh? -insinuó con rostro sagaz- Pues ahora mía la motocicleta bonita. Requisada por orden de la autoridad.
– Pero, señor, si yo jamás he visto cocaína delante, ni he probado una raya en mi vida. Ni una sola raya, me entiende, ni una sola raya…
A rayas me vistieron los funcionarios de la prisión a la que me enviaron pocas horas después.


Entre rejas permanecí durante días, durante meses, durante años. Todavía permanezco, para qué negarlo. Con mucho tiempo libre por delante, decidí cultivar mi arrinconado gusto por el arte epistolar. Escribí múltiples cartas al embajador, a un par de ministros, al presidente, al rey, al defensor del pueblo. Ninguno contestó mi petición de concederme un abogado pagado por el Estado. No entraba en los presupuestos. Abatido, todavía espero respuesta a mis misivas.


Mientras el policía marroquí de dos metros y anchas espaldas seguramente esté noche y día disfrutando a 200 km/h de mi Keeway Superlight por las arenas del desierto, yo ya llevo encerrado dos largos años. Aquí, escribiendo desde una mugrienta celda con todos los límites del mundo. Sin ninguna libertad. Bueno… el único consuelo que tengo es que por lo menos ya no pagaré más multas. ¡Qué se fastidien!