A Dios le hacen gracia los paraguas
Antonio Serrano García

El pelo engominado y recogido forma un espejo azabache en el que se mira el cielo gris de hoy.
Camina un tipo elegante, a todas luces un señor. Gabán oscuro largo como él, botas relucientes y zancada milimétrica, tanto que pareciese que un lacayo midiera los pasos tras de él. Bajo el brazo prensa inglesa y sobre el bigotito engomado la nariz aguileña que señala que no hay nada por encima de su poder.
Las manos pequeñas y enguantadas: en una sostiene un paraguas negro con empuñadura de plata, con la otra oculta en el bolsillo del abrigo un pequeño revólver de escritorio.
Mientras anda desciende de los barrios altos al arrabal, como el palo del arado entre el trigo apartando a la muchedumbre con la sola rigidez de su aspecto. Los pensamientos corren rectos por su noble cabeza, de línea en línea dictados a la secretaria de su razón.


Nadie puede sospechar del Señor Juez. Entraré allí, le pegaré un tiro a esa ramera y acabaré con su vil chantaje de una vez para siempre. Nadie puede sospechar del Señor Juez. Nadie debe atreverse a contrariarme. Está todo preparado. Conseguí, con suma facilidad, que esa pobre infeliz llegara a mi despacho y me citara delante de testigos.
“Si aún hay justicia…” decía la desdichada. Conseguí que dijera palabra por palabra lo que yo quería que escuchase el gobernador y sus amigos. La farsa está montada: una pobre mujer de la calle pide socorro a un respetable magistrado. Éste se apiada de ella pero llega demasiado tarde y la encuentra muerta. He sentenciado miles de crímenes así, conozco la causa. Sólo será un expediente más. Ahora me pregunto, ¿me costará apretar el gatillo? Me divierte la cuestión.


Van Gogh

Y el cielo rompió a reír también, dejando caer tímidamente pequeñas gotas de lluvia que apenas si es percibida.
Una gota sobre el opulento escote de la dependienta de la mercería… Echa el toldo.
Una gota sobre los zapatos de charol del Sr. Juez… Sin alteración.
Una gota sobre el ojo del desocupado borracho… Se sienta dentro.
Una gota sobre la joven madre… Arropa al hijo desarrapado.
Definitivamente, una gotita sobre la aristócrata nariz del juez y éste reacciona. Levanta la mirada contrariada al cielo y rápidamente recupera su habitual expresión de satisfacción. Ha vuelto a ser un hombre previsor, sabio por tanto. Levanta el paraguas como un estandarte y su majestuoso floooop crea un círculo de vacío a su alrededor. Personas e inclemencias quedan fuera de su pequeño techo. Una vez abierto el llamativo paraguas, baja la vista lentamente, como arrojada en un paracaídas de tela negro, para comprobar que el suelo sigue seco. Devuelve sus ojos, por fin, a la firme horizontal e indiferente continúa con su ceremonioso caminar.

Supongo que sus señorías me concederán la venía de continuar yo mismo con el relato…

Pues bien, cuando entré en la humilde habitación de aquella desdichada, me sorprendió la enorme dedicación que había debido de emplear en ordenarla de forma que pareciera a ojos de un extraño una estancia casi decente. El mimo con que fueron colocados los escasos adornos y la limpieza de sus ajados dos o tres muebles delataba la importancia de nuestro encuentro para ella. Yo, francamente, esperaba otro tipo de cochambre, pues como se ha dicho aquí ya en demasiadas ocasiones, conocía sobradamente a la señorita en cuestión, pero jamás había puesto un pie en sus aposentos hasta aquella infame mañana. Perdón, prosigamos.
Me sorprendió, pero no me conmovió. Más bien lo consideré como la perfidia de la araña que teje laboriosa la trampa de su víctima. Y tanta tela empleó esta tarántula en su red que me recibió medio desnuda. Eliot… fue todo lo que dijo. Abalanzando su joven cuerpo contra mí, con los brazos abiertos y evidente alegría estampada en sus mejillas acompañando a su maloliente colorete. Apenas me hubo abrazado saqué la pistola, la deslice entre la seda de su bata y la coloqué sobre la piel de su costado desnudo. Ella al sentir el frío me miró desolada. Yo le acaricié la cintura por última vez mientras tres disparos se le clavaban en el corazón, apenas sonoros entre el bullicio habitual de los barrios bajos y los latigazos de la maldita tormenta desatada afuera. Todo estaba calculado. La… la señorita tuvo el descaro de morir mirándome a los ojos. Y por un momento pensé que jamás caería al suelo amarrada su mirada a la mía por el nylon de sus falsas pestañas. Me zafé de ella como pude y cayó cual fardo el cuerpo encantador que por última vez me había hecho perder la cabeza. La vi como la fiera abatida enroscada a lo pies del cazador. Contemplé la desnudez de su muerte. Me sentí más poderoso que nunca. Y temí entonces, por primera vez, señorías, debido a un extraño placer que recorrió mi espalda, mientras retiraba su cuerpo inerte de mis zapatos.

Después de cometer su horrendo asesinato, el Sr.Eliot bajó precipitadamente las angostas escaleras de la vivienda de la víctima, disponiéndose así a llevar a cabo la segunda parte de su maquiavélico plan…

– Deje usted en paz a Maquiavelo y continúe con los hechos, ¡y menos prosa, Sr.Fiscal!

Sí, señoría… La segunda parte de su plan que consistía en denunciar a la policía el homicidio que él mismo había perpetrado. Vociferó llamando al orden, alguno de los testigos, de los pocos que se consiguen en los bajos fondos, reconoció haber pasado por allí en ese momento creyendo que el señor simplemente estaba denunciado el robo de su cartera, cosa habitual en dicha zona. Bien, entre la niebla una sombra azul parece al fin oír los gritos, es un policía pero se muestra algo desconcertado ante la procedencia de los gritos que no logra localizar. Entonces el Sr.Eliot sale hasta la mitad de la calle para llamar su atención, en ese momento la lluvia es intensa, detalle que le hace recordar que ha olvidado el paraguas en la escena del crimen. Pensando que ese pequeño contratiempo tal vez pueda traerle consecuencias no deseadas decide subir a por él, sin adivinar que el agente ya lo había visto y se dirige caminando sosegadamente a su socorro. Una vez dentro de la habitación el Sr. Juez cometió el error de asomarse a la ventana. Señores del tribunal, he aquí un esquema a escala del lugar y de las huellas encontradas que corroboran todo lo que he contado hasta el momento.

Bravo, bravo, querido Alfredo, huelga decir lo absolutamente necesarios que resultan
tus estúpidos montajes teatrales de cartón para apoyar mi confesión de asesino.

Se ruega al acusado que abandone toda ironía…

Sí, señores del tribunal, lo tendré en cuenta para dominar mi gesto cuando la horca apriete mi cuello. Es cierto lo que dice el Sr.Fiscal, cometí el error de asomarme a la ventana. Porque allí pude ver a esa maldita alcahueta describiéndole al agente mi entrada en la casa, mi aspecto, y hasta los disparos oídos coincidiendo con mi entrada, ¿Qué hacer entonces? Tenía que huir, salir de allí como fuese. Me atormentaba el hecho de que estuviera probada mi presencia allí pero tal vez pudiera convencer al gobernador de que no me delatara, no en vano, algún favor me debía. Así pues el problema era salir de allí, ya que el agente y la vieja estaban en la puerta hablando. Recordé mis locos años como actor amateur en la universidad, una vez hice el papel del pobre Tom, y fui aclamado.
No falta ropa de hombre en el armario de ninguna mujerzuela. Cogí la ropa más inmunda que encontré, me ensucié la cara, todo tan rápido como pude, cuando oí los pasos de la anciana y el guardia por las escaleras acababa de cortarme el bigote con una cuchilla mohosa. Guardé el sombrero y el paraguas dentro de un raído abrigo que encontré de forma que pareciera la panza de un zángano. Y salí a su encuentro, me los crucé en el rellano.

¿Agente 151.207 puede usted confirmar este aspecto?

Sí, señor, me encontraba con la señora en el descansillo de la escalera, tratando de hacerme una composición mental con bastante esfuerzo, ya que válgame San Martín esta señora habla hasta por los codos. Cuando de repente apareció lo que yo juzgué un minero o un deshollinador dada la cantidad de suciedad que acumulaba en el rostro y andrajos que vestía. El hecho no tenía porque tener relevancia, pues allí habitan al menos una docena de familias y cualquiera podría aparecer. No obstante, cumpliendo con mi deber lo retuve y le pregunté quién era y de dónde venía. Tengo que confesar que pese a que la avispada vecina se quedó callada nada más verle, a mí, señorías, el taimado juez me la dio con queso. El caso es que dijo…

Trabajo en la fábrica del metal del final de la calle, soy mecánico, mi nombre es Allan Carter. ¿Puedo servirle en algo, agente? Tengo algo de prisa por llegar al trabajo.
Conocía usted a la señorita de este piso.- Le pregunté. Él volvió la cabeza hacia la puerta entreabierta y negó.
Está bien, puede marcharse.
¡Un momento!– Dijo la vecina. – ¿Si usted vive aquí cómo es que yo no le conozco?
Spy

El impostor se quedó pálido por un instante y luego, en un golpe de lucidez, leyó el letrero de la puerta de enfrente y contestó que había ido a visitar a Parker, el dentista.
Bien, márchese.- Insistí.
Uhm, no sé, no sé. Me huele mal… repetía la vecina.
Pero usted dijo que fue un gentleman quien entró. Pasemos de una vez y acabemos con esto.

Señora jura usted decir la verdad, toda la verdad, y nada más que la verdad….
Por mis difuntos que sí.
Diga “sí, lo juro” solamente, señora.

Sí, lo juro. Entramos en la habitación y allí estaba esa pobrecilla, fría, medio desnuda, en medio de un charco de sangre. Todo estaba lleno de huellas de barro, y la ventana estaba abierta. El agente estuvo un momento contemplando la escena, y después sentenció que una vez más un extorsionador había puesto fin a una de sus indefensas prostitutas, seguramente por unas pocas monedas.
El agente se santiguó. Yo al dirigirme a la ventana vi como se alejaba el sospechoso trabajador. Algo me hacía pensar que aquel sujeto tenía mucho que ocultar. Estaba ya en la esquina…
Yo estaba ya en la esquina. Contento de haber burlado a aquel torpe policía, ¡y lo hubiera logrado del todo de no ser por esa charlatana metomentodo! Me detuve un momento a respirar pues me creía a salvo. La odiosa lluvia no cesaba. Así que pensé que podría sacar mi paraguas y cubrirme sin ningún tipo de peligro. Incluso, fíjese en mi idiotez, pensé que paliaría algo mi lamentable aspecto si alguien me reconociese. Eché a andar, tratando de abrir el paraguas, y el condenado no se abría…
Vi que sacaba algo, pero no distinguía el qué. Estaba a punto de perderlo de vista cuando
El paraguas se había encasquillado, me volví a detener para tratar de arreglarlo pues la tromba de agua era espectacular…
Se detuvo justo antes de desaparecer de mi vista
Por fin conseguí abrir el dichoso paraguas, floooop. Enorme y majestuoso…
Y yo grité: ¡Es él! ¡¡Es él! Le reconozco por su paraguas. ¡Corra, corra, agente, deténgale, es el asesino!

Sr. Eliot es usted condenado a la pena de horca por homicidio en primer grado. Tiene algo que añadir a este tribunal.

Hagan saber que me mató la elegancia.

Los tres ancianos miembros del tribunal supremo salieron a la calle comentando la complejidad del caso. En medio de la charla les sorprendió la persistente tormenta, al ir a abrir sus negros paraguas los tres se encasquicallaron al mismo tiempo. La lluvia empapaba sus calvas ya desnudas de las blancas pelucas. Definitivamente, a Dios le seguían haciendo gracia los paraguas.