El Verdugo
Juan Ponce López

Las tropas de Kublai Khan tenían la victoria muy cerca. El asedio a la ciudad de Karakorum había tenido éxito y en breve sería tomada sin dificultad. Nada parecía presagiar lo contrario. El campamento permanecía en silencio. Sólo el aullar lejano de lobos rompía la calma hasta que un alboroto originado en una de las yurtas se fue extendiendo por todo el campamento. Todos los soldados se pusieron en pie temiendo un ataque enemigo que al final no existió.

El suceso era tan extraño como trágico. Un soldado mongol había dado muerte a su propio compañero y se encontraba postrado de rodillas ante su víctima. Dau, el presunto asesino, no opuso resistencia al ser apresado por el resto de guerreros de la tienda. En realidad estaba dormido cuando todo ocurrió. Era sonámbulo. Sus compañeros lo sabían y muchas veces se habían mofado de su chocante comportamiento. Le habían visto en numerosas ocasiones levantarse en plena noche, limpiar sus armas y volver a su posición para dormitar relajadamente. A la mañana siguiente no recordaba nada aunque algún corte en las manos delataba su actividad nocturna.

El muerto, Bayan, era su mejor amigo. Ambos se habían salvado la vida mutuamente en varias ocasiones y pertenecían a la misma decena, sistema básico de lucha de los mongoles. Cuando se supo la noticia el revuelo fue enorme. Las estrictas leyes del imperio castigaban duramente los ataques a un compatriota. Estaba prohibido tener como esclavo a otro mongol, el robo era castigado con veinte azotes y el asesinato se sancionaba con la pena de muerte precedida de tortura.
Al jefe de la horda, Sukhe Temiir, le hubiese gustado que el Gran Khan se encontrara allí para resolverlo y librarse de responsabilidad, pero lo cierto es que en ese momento era él quien tendría que tomar una decisión a las que no estaba acostumbrado.


El campamento era un hervidero de opiniones discrepantes. Muchos guerreros defendían al atacante alegando su falta de voluntad, otros no sabían que pensar y la mayoría afirmaba que tenía que ser ejecutado. Temiir reunió a los jefes y les expuso el dilema. Después de un día de discusiones decidieron que el agresor debía morir pero sin tortura. No podían ir contra las leyes ni tenían confianza en que no ocurriera de nuevo.

Quedaba por resolver la espinosa cuestión sobre quién llevaría a cabo la ejecución. Ningún mongol querría matar a un buen compañero. Unos, porque le consideraban inocente, otros, porque no querían enemistarse con los que, durante un combate, podrían salvarles la vida. Confiar aquella acción a un extranjero les parecía deplorable, ya que no deseaban que un foráneo se jactase de haber dado muerte a un mongol.

Jochi, uno de los cabecillas, recordó un caso similar de sonambulismo en una campaña anterior. En la frontera con China vivía Dolgor, un antiguo soldado, obediente, tranquilo y lacónico, ahora convertido en uno de los pocos granjeros mongoles que recorrían de forma nómada el territorio del imperio. Dolgor se levantaba dormido por las noches y trozaba la leña que no había podido cortar durante el día. Al despertar, y obviando las contrarias palabras de su mujer e hijos, pensaba que los espíritus habían sido los responsables de su labor cumplida. Partiendo del peculiar sonambulismo de Dolgor, Jochi planteó una idea que Temiir recibió con agrado.

Varios hombres partieron a buscar al granjero, a quien dijeron que tenía que realizar un servicio para el Gran Khan. Dogol no respondió, sólo asintió antes de despedirse de su familia y recoger unos mínimos enseres. En el campamento mongol le explicaron que su trabajo consistía en cortar leña. El granjero, sin hacer preguntas, comenzó su tarea disciplinadamente. Transcurridas varias horas de arduo trabajo con el hacha, los soldados ordenaron a Dolgor que se fuera a descansar a la yurta.

Como esperaban Jochi y Temiir, bien entrada la noche, el hombre se levantó, se dirigió al montón de leña y comenzó a cortarla. Varios mongoles aparecieron con Dau, quien aceptaba su castigo con entereza. Retiraron el trozo de madera que el granjero tenía colocado en el suelo y pusieron al reo de rodillas con la cabeza en el lugar donde antes estaba el tronco. El leñador dejó caer su hacha. La cabeza de Dau rodó por el suelo, su cuerpo siguió de rodillas, inerte. Retiraron el cadáver y permitieron que el hombre acabara su tarea.

A la mañana siguiente le dieron unas monedas como pago a su trabajo y le dejaron marchar. Dolgor se alejó sin hacer preguntas. Mientras salía del campamento observó que se estaba preparando un funeral. No le dio mayor importancia y puso rumbo a su granja.