La Venecia de Castello
Eva Pérez Rodríguez

Apenas habían pasado los primeros años del siglo XVI cuando Palma Vecchio y Sebastiano del Piombo discutían sobre la mejor manera de representar el espíritu y esencia de Venecia con una sola obra.
El Consejo de los Diez, que desde el siglo XIV se había hecho responsable del gobierno de la región realizando, por cierto, una excelente labor, creyó oportuno para fomentar una buena imagen externa y aumentar el ánimo de sus conciudadanos, el crear un concurso cuyo premio recaería en el artista que mejor supiera plasmar el alma de la ciudad.

No fueron pocos los que se presentaron a dicho evento. Pintores, arquitectos, artistas y artesanos de muy diversa índole hacían cola a la entrada del Palacio Ducal, junto a la Iglesia de San Marcos, cuya esbelta torre de impresionante campanario estaba aún en construcción.

Paolo Castello, muchacho desaliñado de origen humilde, artesano de profesión, se había levantado aquella mañana de Marzo con el ánimo ligero y se había encaminado rumbo al palacio, cruzando el puente del Rialto, que comunicaba su barrio, de idéntico nombre, con la isla de San Marcos.
El Gran Canal lucía más hermoso que nunca y mientras observaba embelesado el paisaje de las calles y fachadas que le habían visto crecer, trataba de imaginar el resultado de aquel incierto día.

Cuando llegó a su destino, se encontró con que docenas de personas al parecer buscaban lo mismo que él. Y es que si por algo era famosa la región, además de por su pintoresca arquitectura, era por ser cuna de los más famosos pintores y arquitectos, lo que en cierta medida había contribuido a hacer de ella una de las ciudades más bellas de Italia.
Allí estaban Tiziano y Giorgione, Sansevino, Palladio, Scarpagnino y Sanmicheli, y un sinfín de afamados artistas con los que jamás podría llegar a compararse. Paolo, con sus ojillos inteligentes y entusiastas, con su andar desgarbado y su constitución delgaducha, no sería nunca más que el simpático artesano que todos conocían. Tampoco ansiaba nada más. No obstante, animado por los chiquillos que cada miércoles se congregaban para ver sus inventos en la Piazzetta di San Marco, junto a las dos columnas egipcias coronadas por el famoso León de Bronce y la estatua de San Teodoro, se había decidido a probar suerte presentando su pequeña obra ante el Consejo de los Diez.
Claro que su original invento no tenía nada que ver con los lienzos que transportaban algunos artistas, o los bocetos para la nueva iglesia de San Salvatore, o la nueva cúpula de Santa María Della Salute que presentaron algunos arquitectos. Ni siquiera podía ser tan útil como el proyecto de construcción del Puente de los Suspiros, que unía el Palacio Ducal con la antigua cárcel del estado, para agilizar trámites por si alguno de los gobernantes no era tan honesto como debería. En definitiva, no tenía ni la más remota posibilidad de ganar.
Pero a pesar de todo se presentó. Al pasar por debajo de las enormes estatuas de Sansovino que representaban a Marte y Neptuno, se encontró con un viejo compañero de escuela: Tintoretto, quien portaba enrollado un gran óleo de incalculable valor.

– Bon giorno, amigo mío -le dijo- Veo que lleváis ahí una de vuestras maravillosas obras.
– Así lo espero -replicó el artista -, mas que quede entre nosotros, tengo otro proyecto innovador que dudo todavía en presentar.
– De qué se trata, pues -quiso saber Paolo.
El pintor sacó un paquete muy bien envuelto que portaba bajo el otro brazo, y tras abrirlo desenrolló una prenda confeccionada con un extraño tejido.
– ¿Lo veis? ¿Qué os parece?
Paolo no entendía mucho de modas pero estaba seguro de que jamás había visto nada como aquel pantalón. Su interlocutor esperaba ansioso una respuesta, así que decidió no defraudar.
– Bueno, no lo sé -dijo-. Vuestro nombre es sinónimo de arte en la pintura, quién sabe, quizá en el futuro lo sea en la confección.

Tras despedirse de Tintoretto, Paolo entró en la Sala que presidía el Consejo de los Diez y pudo ver la presentación de la obra anterior a la suya: un óleo que plasmaba la belleza sin parangón de la fachada del Cá d´Oro, y a sus pies, las aguas relucientes del Gran Canal. Los miembros del consejo estaban realmente impresionados. Sería muy difícil superar una obra así.
Tras marcharse el pintor, Paolo avanzó unos pasos hasta situarse en medio de la Sala y carraspeó para aclararse la garganta.

– He visto obras maravillosas ahí fuera -comenzó- y jamás seré capaz de superar proyectos tales como las esculturas de Verrochio, las pinturas de Bonifacio o de Bordone. No obstante, señorías, pese a las indudables capacidades artísticas de mis conciudadanos, hay que admitir que ninguno ha logrado, ni logrará jamás, expresar con una sola obra toda la esencia de una región tan rica y pintoresca, tan llena de historia y de arte en todos los sentidos. Es imposible elegir una, precisamente porque ello implicaría renunciar a las demás. Si nuestra ciudad está toda hecha de obras de arte, en el momento en que el nos quedemos con una sola, ya habremos perdido parte de su esencia.

Los aristócratas que escuchaban al artesano asintieron pensativos. Era imposible elegir una entre tanta belleza. No obstante, ya que habían organizado el concurso, no podían echarse atrás. Debían proclamar un ganador.

-Es por eso- continuó Paolo Castello- que no me he reducido presentar una sola obra, sino toda nuestra ciudad.

Diez pares de ojos curiosos se inclinaron sobre la mesa del Consejo para ver mejor lo que Paolo les presentaba. Se trataba de una pequeña maqueta introducida dentro de lo que parecía ser una cúpula de cristal que permitía ver claramente a través de ella. Allí estaban, a escala, los Palacios de San Marco, el Fondaco de Turchi, que albergaba el Museo de Historia Natural; la fachada de la Cad´d´Oro, el palacio bizantino de Ca´Molin, el Palazzo de Bernardo, de Prinli, el de Contarini Fasan. El puente del Rialto y el Gran Canal, representado por agua que bañaba la mayoría de estos grandes edificios. Claro que, si bien todo podía reconocerse al primer golpe de vista, había que decir que, la belleza de la obra de Paolo, no podía compararse a la mimética exactitud de las representaciones de los óleos vistos hasta el momento, o la complicada matemática que encerraban los diseños arquitectónicos o los proyectos monumentales.


Tras intercambiar miradas significativas con los demás miembros del Consejo, su portavoz se dirigió a Paolo:

– Tenéis razón al afirmar lo que habéis dicho de Venecia, querido amigo -comenzó-, más, debéis reconocer que vuestra….obra, si bien aglutina muchos de los elementos que configuran el arte de la ciudad, no está a la altura de la belleza estética o la exactitud de cálculo que otros artistas nos han presentado. ¿Por qué deberíamos elegir vuestra Venecia como la representación más fiel del alma de este lugar?

Llegados a este punto, Castello sonrió y miró con cariño su maqueta encerrada en cristal, antes de volver a hablar:

– Porque mi obra es la única que alude a más de una rama del arte, encierra los conocimientos de los artesanos de la ciudad, contiene agua del Gran Canal, y además, ….porque mi Venecia es la única en la que nieva.

Y dicho esto, volteó la maqueta con ambas manos para volver a dejarla en su posición inicial, quedándose atónitos los miembros del Consejo, al ver como la nieve cubría la torre de San Marcos y caía lentamente sobre las plazas y monumentos.

No sabemos si Paolo Castello llegó a proclamarse ganador del concurso, del que partieron, por cierto, muchas iniciativas de construcción de lo que hoy son hermosos monumentos. Lo que si sabemos es que la industria del turismo encontró aquel día el más universal de sus souvenirs, y que quedó claro que, Venecia, era imposible de plasmar en una sola obra, pues toda la ciudad era en sí, arte.