Crítica
En la prosa de Raymond Carver se advierten ecos de Anton Chejov, de Ernest Hemingway o de Franz Kafka.
Su estilo es sucinto, lacónico, minimalista, un realismo sucio que escarba en las intrahistorias de personajes normales en sus quehaceres cotidianos, frecuentemente marcados por el fracaso y la desilusión vital.
Así, con un tono melancólico y pesimista, Carver, en una colección bastante sobrevalorada, detenta en sus historias cortas, como “Plumas”, la propia “Catedral”, “El Tren”, “Vitaminas” o “Fiebre”, un sentido atmosférico muy acusado en cuanto a perpetrar con imaginería y la creación de caracteres perdedores ese tono lastimero, pero diluye una intensidad muy lograda a lo largo de todo su desarrollo con unas finales, por lo general, anticlimáticos y, paradójicamente, inconclusos, perviviendo la instantánea y la desabrida anécdota como basamento fundamental de unos textos a los que no les falta un sentido cínico e irónico de la existencia, y un enfoque amargo y lírico de los trozos de vida, en su mayoría autobiográficos, que manifiesta.