CÓDIGO 46 (2003)
Director: Michael Winterbottom.
Intérpretes: Tim Robbins, Samantha Morton, Nabil Elouhabi, Sarah Backhouse.
William (Tim Robbins) es un agente especial dotado de un extraordinario
sentido de la intuición al que envían a Shanghai a investigar un caso de
falsificación de salvoconductos. Estos documentos, que son emitidos con
la finalidad de permitir la movilidad geográfica, son muy valorados en el
mercado negro. En sus pesquisas, William conocerá a María (Samantha
Morton), empleada en el centro donde realiza la investigación y de la que
quedará prendado.
Muy alto puso el listón Ridley Scott con su “Blade Runner” para los que
vienen por detrás con pretensiones futuribles. Su sombra es tan alargada,
que cualquier nuevo intento de arrostrar una aventura fantástica, suele
caer bajo su área de influencia. Es lo que ocurre con “Código 46” que, sin
desmerecer en absoluto del clásico protagonizado por Harrison Ford, no
logra alejarse de la fuente de la que bebe.
Aún así, es encomiable el esfuerzo de Michael Winterbottom y Frank
Cottrell Boyce, director y guionista, por sacar adelante un proyecto
original que, salvo contadas excepciones, no cae en la redundancia de los
tópicos típicos de este género cinematográfico.
Dando a conocer desde un principio lo que se estipula en el mentado
código 46 (básicamente, la prohibición de la copia genética de los
individuos), Winterbottom, solvente realizador británico (“Wonderland”, “In
this world” o “9 songs”), nos fabula la trama utilizando el monólogo en “off”
que dirige a William el personaje de María, interpretado por Samantha
Morton. Ésta, describiendo el sueño premonitorio que acontece en todos
sus aniversarios, nos prepara para anunciar su próximo encuentro con el
investigador llegado del exterior.
De ese cruce de caminos se desembocará en una relación sentimental
entre ellos, que supondrá el incumplimiento del código 46 y, a mayor
abundamiento, la revelación de que la coincidencia genética completa
empareja a María y a la madre de William (Edipo, que no deja de hacer de
las suyas, mientras Sigmund Freud sonríe satisfecho por el suceso).
Película interesante, muy cuidada en sus aspectos formales (Shanghai y
Dubai aparecen, ciertamente, como enclaves del tiempo que vendrá), donde
el mestizaje es evidente y se incluye un lenguaje “esperantiano” (por lo
menos en su versión original), fusión del inglés, español, italiano y
francés, del que fluyen frases como la que espeta William a María del
siguiente tenor: “No entiendo como el coyote con el dinero que tenía, no se
compró un correcaminos en lugar de los patines con cohetes.” Ahí queda
eso.
Alberto Alcázar
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