Sonrisa Dorada
Oriana Vila Nistal

La guerra se ha llevado muchas de las almas de los hombres y mujeres que un día viste nacer bajo el cielo de Atenas. Sus vidas son simples parpadeos para alguien como tú, que conoce la inmensidad y juega con el tiempo, Atenea Parthenos, diosa mecenas de la sabiduría, protectora de una ciudad ahora desierta y barrida por el polvo de la derrota persa.
Nunca has sido madre, pero ellos son tus hijos. No eres humana, pero los amas. Y ellos te aman a ti.


El Hecatompedón era un templo hermoso, porque cada una de las piedras que lo formaban estaba compuesta de ilusiones, de esperanzas. Sabes bien que los hombres temen la gratitud y rehuyen las emociones, dejando que los golpes de sus lanzas y los aullidos de la muerte acallen los susurros de las emociones.
Te acercas al lugar de la tragedia y contemplas las ruinas. Ahora tan sólo existen fragmentos de piedra y grava macabramente apilados, como un castillo de naipes devorado por ávidas llamas. Alrededor nada más que cuerpos desmadejados, vacíos, cuyas almas vagan ya por el Hades. Son cuerpos de personas que no volverán a hallar la paz en el Hecatompedón que un día levantaron.
-Ya no queda nada – se oye afirmar al viento, tu voz.
Mas sabes que no es cierto.


Los persas no han tenido piedad con los habitantes de Atenas, pero lejos de allí queda alguien que lamenta pesaroso la tragedia de sus hermanos: Pericles, descendiente de la casa Alcmeónidas, político y dirigente de la ciudad.
No puedes explicártelo, pero por alguna razón sientes debilidad por ese humano al que has contemplado crecer desde la cima del monte Olimpo. Era un joven introvertido y callado, estudioso, amante de la filosofía y la música, que guardaba tesoros que los demás nunca pudieron ver. Pasados los años llegó a ser gobernante de Atenas. Un demócrata, un populista, algunos aventuraron que un loco lleno de ideales. Quizá era todas esas cosas… O quizá ninguna.


Lawrence Alma-Tadema


Pericles sufre las penurias de la guerra que ha arrasado su pueblo y consumido sus sueños, pero en su ser no hay cabida para la rendición. La estrella que parece bendecir su frente brilla ahora con más intensidad que nunca.


-Construiremos otro templo -decide, cuando los rescoldos de su civilización todavía humean bajo las suelas de las sandalias que calza.

Durante diecisiete años llegan a la ciudad múltiples cargamentos de mármol blanco desde el monte Pentélico, que se acumulan a los pies de lo que fue el Hecatompedón. El escultor, Fidias, realiza un cuidadoso trabajo. Las columnas, los relieves, e incluso los colores, parecen fluir como rayos de fe y esperanza hasta el mismo lugar desde donde tú, Atenea, observas crecer el sueño construido en la piedra de tus hijos, que incansables ante la fatiga prosiguen su tarea impávidos al transcurrir del tiempo.


Han pasado ya dos décadas.
Las caras de los trabajadores se han ido sucediendo pero idénticos continúan los sentimientos que agitan sus ánimos. Ves esperanza, ves cariño, ves ilusión. La batalla persa ya hace mucho que ha sido olvidada por aquellos que han concluido finalmente la construcción del templo.
El Partenón por fin se alza desafiante, rebosante de promesas, bajo el sol del otoño. Desciendes hasta Atenas, te mezclas con discreción entre ellos, los observas lanzar gritos de júbilo al aire que trae hoy un dulce aroma. Puedes sentir sus pasiones humanas, el sudor baña sus rostros, hay un brillo salvaje en sus ojos, gratitud en sus miradas.
Entre las columnas de mármol relumbra una pulida estatua dorada de doce metros de altura. Te acercas más, curiosa… Te detienes… Sonríes. Ante ti y en el punto focal del edificio encuentras una figura ensalzada sobre un pedestal, la obra cumbre de Fidias. La miras, es la escultura criselefantina de su diosa… ¡Eres tú!