El Arte De La Guerra
Esteban Moreno Domínguez

Al igual que ocurre antes de cada batalla me sudan las manos, me duele el estómago y tengo ganas de vomitar. Parece que ha pasado toda una vida desde que abandonamos el campamento. Allí todo era más fácil, incluso jugaba con mis hermanos y con mis primos del ejército blanco. Sólo los caballos y las torres se negaban a participar en nuestros juegos. Las torres debido a su seriedad. Corre el rumor de que una vez alguien vio sonreír a una de ellas mas creo que es una simple invención. Los caballos son otra historia. Es increíble lo arrogantes que pueden llegar a ser por el mero hecho de que son capaces de saltar sobre nuestras cabezas. Todo ello carece de importancia desde que la mano de Dios nos llevó al campo de batalla. Ocurre a menudo y sólo puede significar una cosa. Va a comenzar una guerra.

Se inicia de forma similar a otras batallas: el peón del rey enemigo avanza, le sigue el peón de nuestra majestad, luego los caballos y más tarde los alfiles. La batalla es cruenta. El olor a sangre y restos de pólvora inundan el ambiente. Algunos de mis compañeros ya han caído, al igual que soldados del ejército enemigo. Yo sigo inmóvil, lamentándome por mi mala suerte. Mi papel en la batalla es superfluo al encontrarme en el flanco izquierdo, delante del caballo. No obstaculizo el paso a ninguna pieza importante por lo que el rey no ordena mi movimiento hasta bien avanzada la batalla.

Progreso en tres ocasiones. Una de ellas para matar. Saco la daga de mi cinturón y clavo en un movimiento diagonal a un caballo enemigo. Sangre. El caballo me mira aterrado ahogada su respiración en unas fatigosas exhalaciones. Escucho las órdenes de mi rey y ahondo la daga en el interior de su pecho. Antes de expulsar su último aliento puedo ver el perdón en sus ojos. No me hace sentir mejor.

Puesto de pie contemplo mi alrededor. Estoy en una situación desesperada. Me encuentro entre un peón y un caballo aliados. Delante del equino se halla un peón enemigo. Tiene en sus manos mi vida. El rey, situado detrás de él, no tiene más que mandárselo y sentiré el acero de su acero en mis entrañas. Gritos. Ruido. Ocurre algo inesperado. La orden no está dirigida al peón enemigo sino a un caballo que se encuentra a mis espaldas, cerca de mi rey. Al mirar atrás no puedo contener un lamento de dolor, al igual que el grueso de mi ejército. El rey está en jaque. Se halla indefenso y lo único que puede hacer es huir. Eso no es lo peor. Ese mismo caballo también amenaza a la reina. En cuanto el rey se mueva el caballo acabará con ella sin contemplaciones.

El monarca enemigo sonríe. Yo bajo la mirada. Descorazonado no quiero observar cómo la reina es asesinada e intento respirar con lentitud para evitar el ataque de ansiedad que creo inminente. Veo el futuro aunque tal vez no es más que el recuerdo de una batalla similar que he vivido en el pasado. El rey matará al caballo y el ejército enemigo tomará la ofensiva, eliminando las piezas más poderosas para así preparar el jaque mate. Mientras tanto, mi rey intentará no dar respiro al ejército invasor mediante jaques continuos. Pero todo indica que hemos perdido la batalla.

Un relincho de un caballo cercano me devuelve al mundo real. Un gesto de su cabeza me indica que mire hacia atrás. Así lo hago y veo que el rey lloroso que me observa. No ha matado al caballo. En lugar de eso me ordena dar un paso adelante y hacer jaque al monarca enemigo. No lo entiendo. Debería asesinar al caballo ahora que tiene la oportunidad de hacerlo. Obedezco la orden sin rechistar y el rey del ejército invasor mueve la cabeza con el gesto contrariado, una expresión que no tarda en convertirse en asombro. No puede eliminarme puesto que tengo el apoyo del peón que antes estaba a mi lado. Tampoco puede huir. Mira a derecha e izquierda pero no puede moverse ya que dichas casillas están bajo el poder del caballo. No puede retroceder, está a la retaguardia y no hay nada a sus espaldas. No puede avanzar, puesto que su peón ocupa esa casilla. Sólo le quedaría una salida y es avanzar en diagonal al otro lado del peón enemigo, pero un peón aliado controla esa casilla.

Todos miramos una vez más el campo de batalla para ver si hay alguna escapatoria. No la hay. El rey del ejército invasor ha perdido.
Mis compañeros corren hacia mí, me levantan en hombros mientras corean mi nombre y me llevan hasta el rey. Bajo avergonzado los ojos mientras apoya su mano sobre mi hombro.
– Buen trabajo, soldado -me dice con esa voz capaz de mover montañas.

Camino conmovido el trayecto de regreso al campamento. Cuando entro en mi tienda de campaña las lágrimas de orgullo son reemplazadas por otras más amargas.
Me compadezco por los compañeros caídos, por la sangre que mancha el campo de batalla y por la aflicción que me carcome. Siempre había deseado que mi mano acabase con el rey enemigo, pero el hacerlo no ha eliminado el vacío que hay en mi interior. Pensé que sería feliz, pero me equivocaba.

Al oír un ruido me seco las lágrimas y advierto la presencia de alguien que acaba de entrar. Grácil porte, luminoso cabello. Se muerde el labio inferior consciente de que ha entrado en mal momento. Trago saliva al reconocerla. Es la nueva reina.
– Majestad- digo al mismo tiempo que hago una reverencia.
– Por favor, poneos en pie.
– Sí, majestad.
– Quería daros las gracias en nombre del rey por la victoria que habéis conseguido. Creo que vuestro valor es admirable.
– Sólo cumplía órdenes.
– Eso no significa que sea más fácil. Su majestad desea que vengáis esta noche a palacio como nuestro invitado.
– Será un honor.
– En ese caso, os dejo. Un carruaje os recogerá a la hora de la cena.
La reina se gira y abandona la tienda sin mirar atrás ni esperar respuesta. Me lavo las manos sin poder contener mi nerviosismo y advierto que todo el dolor, todo el sufrimiento, ha merecido la pena. Nunca lo admitiré, pero si continúo luchando en guerras sin sentido no es por el rey. Lo hago por la reina.