relato-carta-puertaEL REGALO DE MAMÁ
Juan Antonio González Viejo

Cae la noche, sube el miedo en la pequeña y maldita aldea de M., lugar situado en un valle en donde las noches parecen no tener fin y los días se hacen cortos, en donde la niebla reposa de forma perpetua y los hombres prefieren callar a conversar, en donde la superstición se convierte en norma lapidaria.

El ruido de las albarcas de una mujer enlutada no rompe el sueño inquieto de los dos residentes de la casa. La puerta se abre. La misma puerta se cierra poco después.

Unas horas más tarde, en un alba enrojecido, se escucha un grito ahogado.

-¡Mamá! – exclama A. entre sollozos apartando la mirada de B., indiferente ante los gestos de resignación y gimoteos de su hermano mayor. En la mesa en la que ambos apoyan sus brazos se encuentra un sobre abierto. Fuera, la lluvia golpea el suelo, sonido insistente que desmorona las mentes de los más cuerdos, y más cuando las puertas cerradas y las ventanas tapiadas han convertido la estancia en forzada reclusión. Se levantaron con el día y ya no pudieron salir.

A. se negó a hablar, mudo oculto en la esquina de una provocada sinrazón. B. encadenaba frases sin sentido aparente que ahora hablaban de infancia, más tarde de adolescencia; siempre con lamentos y reproches por la pérdida y por la injusticia. A. permanecía inmóvil ante los aspavientos de B. en un enloquecido soliloquio. Sus altisonantes palabras contrastaban con el silencio mortuorio que les rodeaba acompasado por la monótona letanía del agua.

A. no había abierto la boca desde hacía una hora hasta que, inmerso en dudas y aterrado por los castigos, se acordó de su madre. Sus labios temblaban, las lágrimas se resistían a la caída. Miró a la puerta esperando que alguien la abriese y les librase de su encierro. Nadie apareció. B. se tumbó en una cama. El mundo se había detenido para ellos, hombres convertidos en niños.

Tiempo ha…

Superaban la veintena. A. abandonó pronto los estudios para ayudar a su familia en la tierra. B. estudiaba cuando le dejaban… casi nunca. A. desconocía el amor. B. era puro odio. Los dos culpaban a sus padres por no haberles enseñado a querer, moviéndose entre la desdicha y la indolencia.

relato-carta-dedoHace muchos años, en M., todavía se les podía ver correteando ante la proximidad de su madre y ante la ausencia de su padre. A., tan robusto como ingenuo. B., menudo, sus ojos vivaces parecían estar en permanente búsqueda. Los cumpleaños no se celebraban. La rutina de las faenas sólo se veía alterada ante un clima adverso. Las muertes eran de otros.

Todo cambió cuando el padre apareció asesinado un día nublo de agosto, con la cosecha recogida y los aparejos suspendidos. Su anillo de boda había desaparecido. Algunos dicen que ese día también murió su madre; otros que volvió a nacer. Nunca se supo quien había sido el autor del suceso, pero muchos piensan que A. y B. fueron los responsables de la tragedia.

Tras el entierro y una breve ceremonia religiosa, varios habitantes de M., justicieros braveados y amparados en el grupo, con dedos viejos, con dedos jóvenes, señalaron con inclemencia a los avergonzados muchachos, aturdidos en una espiral incontrolada de reprendas y santiguos.

En medio de tal vorágine, A. culpaba a B. y B. acusaba a A. con miradas enfermas de contrariedad, preámbulo de pendencias con palos y facas tomando protagonismo en reyertas donde la intimidación verbal prima sobre la acción.

– Yo no soy un criminal – expresó más calmo A. con rostro cabizbajo escondiendo la navaja en el bolsillo de su pantalón.
– ¡Yo menos! – recalcó B. dándole la espalda y encarándose con parte de los vecinos que había rodeado a la pareja antes de dispersarse por las callejuelas entre sordas carcajadas.

Mientras los hermanos se ocupaban de las tareas del campo, que habían quedado desatendidas ante la ausencia del padre, la madre permaneció durante toda la jornada en casa de su hermana S., mujer temerosa de Dios, atareada en múltiples haciendas, de nervios agitados, sin fortuna en asuntos de amor, frugal en palabras, gustosa del olor a incienso.

– Olvida y recela de ellos, mujer, recela de ellos que siempre han sido malos bichos, son, perdona que te lo diga, hijos de malas noches con un mal hombre –afirmó al tiempo que frotaba unas viejas escudillas en las que todavía permanecían restos de sopa de pescado.

La mujer, tan parca en el hablar como su hermana, y mucho más fría en emociones, no atendió al consejo, fijando con abandono durante largo tiempo sus ojos en los montes que se atisbaban desde la ventana. No tenía nada que olvidar ni que recelar.

– ¿Te pasa algo? – preguntó S. sin obtener respuesta.

En esos montes se ocupaba J., pastor de anchas espaldas, cabello prematuramente cano y mirada esquiva, que contendía con el orden de las juguetonas cabras cuando apareció la madre, mujer de andar cansino que no sabía si reír o llorar. Ambos, detenidos en una impavidez más propia de un cadáver que de un vivo, se unieron en un tímido abrazo al tiempo que el crepúsculo comenzaba a oscurecer la tarde.

relato-carta-ventanaA la mañana siguiente, A. y B. se levantaron temprano para iniciar su labor, extrañados ante la ausencia de la madre y sosegados por la quietud que dominaba el ambiente tras la turbulencia del día anterior.

– ¿La has visto?
– No, no está por ningún lado, incluso parece que no ha dormido aquí.
– Se habrá quedado con la tía S. Después me acercaré hasta allí a ver si está. Es lógico que no le apetezca por ahora estar en esta casa.

A., cargado con los aperos de labranza, tomó el pomo de la puerta de salida y se vio incapaz de abrirla a pesar de ejercer creciente fuerza para lograrlo, consiguiendo únicamente provocar el golpeo contestatario de la aldaba desde el exterior.

– ¿Qué le pasa a esta puerta? –exclamó con sorpresa al mismo tiempo que daba patadas al bloqueado portón.

B. abrió las ventanas y descubrió extrañado que estaban totalmente tapiadas.

– ¡¿Quién ha hecho esto?! – gritó antes de aporrear con rabia la sillería con sus nudillos.

El desconcierto que siguió a la imposibilidad de salir de la casa terminó embruteciendo a los hermanos, temerosos ante un destino incierto en el que la locura inocente se tiñó de culpabilidad, en el que la educación fue violada por la perturbación.

En el sobre hallaron el anillo de boda de su padre y una carta con un texto en letras mayúsculas: ¡ENDEMONIADOS!