Ha Olvidado Como Respirar
María Elisa Rosales Murillo

Ha olvidado como respirar.

Siempre le pasa antes de una actuación, pero con una floritura de sus manos y los ojos fruncidos en un gesto de concentración hace desaparecer el nerviosismo como si de una mota de polvo se tratase.

Se mira en el espejo, radiante, imponente; a punto de salir a escena y triunfar. Su seguridad vuelve de forma arrolladora, y con ella su ego. Son éstos sus compañeros cuando sale a saludar, a complacer los aplausos ansiosos de esa panda de crédulos que es su público, a hacerles caer en la miel cual moscas.

En un segundo la sombra llena la sala… Y sombra es lo primero que ve al despertar de nuevo.

Entonces empieza a recordar por partes, como un alcohólico medio amnésico. El billete. Ah sí, el billete. Había hecho el truquillo del billete falso para calentar. Quemar el papelito falso y discretamente, ante la mirada incompetente de su público, mostrar luego otro billete idéntico completamente intacto. Pero había un fallo. Cuando se había dado cuenta de que el billete era de los buenos, éste ya estaba más quemado que vivo. Vaya. Ah sí, forzó una sonrisa, pero antes un gritito que no pudo evitar escapó de sus labios y recorrió todo el recinto. Como una mosca. Exactamente como la mosca que todo el público tuvo desde ese momento detrás de la oreja.

Después había intentado lo de las cartas. ¿Qué había fallado? La mano en el bolsillo, buscando la baraja, sus dedos tocando algo… La estupefacción en su rostro al descubrir la baraja de princesas de cuento de la hija de la ayudante en lugar de la trucada. Algunas risitas, recordaba. Nada grave, se convencía, mientras el sudor perlaba su frente. Aún se puede continuar…

El siguiente truco… Oh, el de la separación de una chica en cajas con una sierra, que eso siempre imponía. Observen, damas y caballeros… Bla, bla, bla. Sí, pero algo había pasado. Recordaba el momento… La chiquilla metida dentro del dichoso féretro; el hecho de que sus propios pies escogiesen ese momento para tropezar, las cajas separadas y cayendo estrepitosamente al suelo junto con él mismo, la chiquilla, un diente… Ah, eso era. Y las risas del público zumbando como las moscas de detrás de la oreja.

Para entonces ya era él el que zumbaba, herido en su amor propio, y a decir verdad, único amor verdadero. Con las palomas de la chistera meteré a esos palurdos en cintura. ¡Nadie se ríe de mí!, se decía.

A los cinco minutos y tras haberse tragado una buena ración de sus palabras, qué va, nadie, nadie; salvo las ciento y pico personas del público, la chiquilla de las cajas, los ayudantes entre bastidores y los espíritus del aire que habían decidido hacerle la vida imposible al mago, se reía.

Ahora lo recordaba todo. De su magnífica chistera de plástico barato, no habían surgido las blancas palomas que esperaba. Oh, no, eso no… No…

¡¿Dónde estaban las palomas?!

Volando plácidamente sobre su cabeza, junto con sus moscas imaginarias que habían acudido a hacerle compañía.

Si algo había aprendido era que el público era tan maleducado y desagradecido como él siempre había afirmado.

Pero no recordaba por qué… Su desesperación le había llevado a tirarse al suelo. Público insulso, desgraciado, panda de imbéciles, ignorantes… Eso se decía. Estúpidos aprendices, burros, burros, burros… Eso se gritaba a sí mismo. Recordaba alguna alusión a la madre o la abuela de alguien… Y luego… Ahhh. Claro. He ahí el mayor fallo de todo el espectáculo.

Había olvidado prohibirle a su boca abrirse y soltar todo lo que había pasado por su mente en voz alta. En voz MUY alta.

Cuánto silencio… Sí, eso lo recordaba.

Y luego el bombardeo de zapatos de tacón, papeles, refrescos, bolsas, “mago de pacotilla”, “podredumbre de espectáculo”… que había caído sobre él.

Oh. Vaya si recordaba. Y el desmayo.

El mago abrió mucho los ojos al percatarse de que cualquier psicópata del público podía estar a su lado. Parecía que estaba en un hospital. Tenía fuertes dolores por todo el cuerpo. Al ver el panorama tranquilo, despejado, reparó en el sueño que tenía. Y decidió que ya pensaría luego qué hacer con su carrera arruinada. Nada le iba a impedir olvidar esa función.

Aquella siesta fue tranquila, aunque agitada. De hecho, tuvo un sueño. Era una mosca, y volaba y volaba y se reía del pobre mago al que había cambiado el billete falso de su patético truco, quitado la baraja buena, puesto el cable para que tropezara y cayera, y liberado la jaula de las palomas…