Capítulo XXXVI
Que trata de las extrañas cosas que sucedieron al famoso don Quijote cuando se hallaba visitando el castillo de un conde valaco, amigo suyo

Cecilia Díaz Marín

– Mi querido amigo español, si no os parece mal, continuaremos con nuestra conversación mañana. Es decir, hoy mismo, pero un poco más tarde, puesto que una vez más, sin darnos cuenta, se nos ha pasado la noche entera charlando. ¡Encuentro tan fascinantes las historias que me contáis acerca de vuestro hermoso país!

– A mí me sucede lo mismo con las leyendas transilvanas que me referís cada noche, señor conde. Sin embargo, no veo la hora de partir hacia los montes Bucegi, para plantar batalla a esos temibles gigantes de los que tanto me habéis hablado, librando así de ellos a los campesinos valacos, a los que, cuando llegué a los Cárpatos, vi aferrarse ingenuamente a crucifijos de latón, a hediondas flores de ajo y a ciertas baratijas deleznables normalmente blandidas contra el mal de ojo, sin duda con la creencia de que mantenían así alejados al feroz Briareo, al temible Caraculiambro, y a los demás miembros de su salvaje familia.

– Tened paciencia, don Alonso. Pasado mañana, una vez finalizados los preparativos para mi viaje, vuestro escudero y vos podréis libremente marchar hasta Bucegi, y yo emprenderé mi camino hacia esa tierra vuestra llamada la Mancha, en la cual, como me habéis referido, un gigante de tamaño aún mayor que los nuestros monta guardia en la cima de cada otero.

– Que me place, señor conde, aunque podría pasar aún más tiempo en vuestro acogedor castillo, enfrascado cada noche en una de nuestras interesantísimas charlas. Paréceme, sin embargo, que Sancho no comparte con nosotros nuestras comunes aficiones- dijo don Alonso, lanzando hacia atrás una significativa mirada en dirección a donde se hallaba su escudero, que, desde hacía varias horas, dormía a pierna suelta sobre una de las rígidas poltronas de la biblioteca del castillo, y que únicamente había aportado algún ronquido (ocasional, pero profundo) a la conversación que había tenido lugar entre su amo y el estilizado conde Vlad.

Los dos hombres se pusieron en pie, estirando las piernas, engarrotadas por las largas horas pasadas frente al fuego sin cambiar de postura, y quedaron un momento frente a frente mientras se estrechaban la mano y se deseaban unas buenas noches –estúpido deseo, al ser formulado cuando sólo faltaban unos pocos minutos para que la luz del alba disipara la penumbra de la biblioteca. Fueron sólo unos segundos, pero a Sancho, que por casualidad acertó a abrir los ojos en ese preciso instante, le pareció que el reflejo de ambos –el español y el valaco, el hidalgo y el conde, ambos altos, pálidos, flacos y huesudos, y arrebujados en sendas capas negras de velarte-, se fundía en uno sólo en el espejo que había en el fondo de la habitación. Después, cada uno se dirigió hacia su alcoba: don Alonso, hacia la lúgubre cámara que ocupaba en una de las torres más altas del castillo; el conde Vlad, tapándose la nariz con una mano al pasar rápidamente por delante de Sancho, y descendiendo hacia sus aposentos privados, jamás contemplados por don Alonso ni por su criado.

Sancho, por su parte, se restregó aquellos ojos que le acababan de regalar tan extraña visión, y siguió durmiendo hasta que su estómago rugiente lo despertó varias horas más tarde, para encontrar, decepcionado, que una mano invisible había dejado junto a él el mismo guiso que había comido cada día -para desayunar, para almorzar, para cenar-, durante el mes en el que el hidalgo y él llevaban gozando de la hospitalidad del conde (si es que se puede llamar gozar a la austera y solitaria rutina que los tres habían establecido).

Tanto a su amo como a su anfitrión, el asunto de la comida parecía importarles bien poco, pero, a Sancho, ni la suciedad ni la tétrica atmósfera del castillo le había quitado el apetito en lo más mínimo. Sin embargo, la única esperanza que el escudero tenía al comienzo de un viaje incierto en el cual no le apetecía embarcarse –la perspectiva de poder catar al menos la contundente gastronomía centroeuropea-, se vio frustrada al poco tiempo de llegar, y después de varios días de estancia allí, el mero aroma de la consabida gallina asada y de las insípidas verduras hervidas y apelmazadas le provocaba unas violentas arcadas. Suerte que Sancho había traído en sus alforjas un pequeño zaque con un poco de aceite de oliva, así como unas cuantas cabezas de ajo, que le servían para elaborar un humilde sofrito que daba algo de sabor y color a la insípida comida transilvana. No obstante, a pesar de lo mucho que anhelaba el poder estar comiendo unos sabrosos torreznos en lugar de deglutiendo aquella bazofia, el bueno de Sancho siempre terminaba rebañando el plato, puesto que ya había comprobado que no iban a servirle allí ningún otro manjar que resultara algo más apetitoso. Al parecer, los hidalgos transilvanos era aún más pobres que los españoles, y no podían permitirse siquiera un único criado que les aviara unas buenas viandas que, de todas formas, no podrían haber pagado.

Sancho era de naturaleza curiosa, pero su fidelidad hacia su señor y el respeto hacia el conde, que tan amablemente los había acogido en el hogar de sus antepasados, habían evitado que fisgara en el castillo durante el día, mientras don Alonso y el conde dormían, tomando fuerzas para una nueva noche de conversación infinita. Aquel día, no obstante, a Sancho, a quien ya le escaseaban los ajos que había traído desde España, se le antojó que, para variar un poco su condumio, tal vez podría buscar en las despensas del castillo algún condimento para sazonarlo -aunque fuera aquel infame pimentón que había probado en el mesón del pueblo, antes de su llegada a la morada del conde.

En vano recorrió Sancho el castillo sin cumplir su cometido. Después de varias horas de búsqueda infructuosa, sólo le faltaba por registrar las estancias del conde, y ni corto ni perezoso, decidió encaminarse hacia los subterráneos del castillo a ver si hallaba un poco del dichoso pimentón. Y así fue como Sancho, mozo valiente cuando la gazuza agudizaba su arrojo, fue bajando poco a poco las escaleras que cada madrugada tomaba su anfitrión para dirigirse hacia su alcoba a dormir…

– ¡Don Alonso, don Alonso! ¡Despierte, mi señor! No sabe vuesa merced qué cosa tan monstruosa han contemplado mis ojos en los aposentos de maese Vlad, mientras buscaba un poco de pimentón para sazonar mi almuerzo…

– ¿Has entrado en las habitaciones del señor conde mientras dormía, sin su permiso? Sancho, ¿qué se ha hecho de las leyes de la hospitalidad, que tú las violas de una forma tan descarada e infame?

– ¡Escúcheme vuesa merced! ¡Maese Vlad tiene a tres mozas hermosísimas encerradas en las mazmorras del castillo! Están frescas y lozanas como si estuvieran dormidas, pero deben de estar muertas, porque ninguna de ellas respira, y reposa cada una de ellas en un ataúd, y tienen sangre que gotea de sus rojos labios, y además, tendido en el suelo junto a ellas, está el cadáver de un niño de pecho, blanco como el mármol, y con dos pequeñas hendiduras en el cuello, y…

– Amigo Sancho: no desvariéis y dejad de fantasear con doncellas que no existen y niños raptados. ¿Acusáis al señor conde de tener cautivas a unas bellas damiselas y de asesinar a tiernos infantes? ¿A él, al amigo que nos está ayudando en nuestra magna empresa para librar a la Transilvania de la plaga de gigantes que la acosa; a él, que nos ha recibido en su morada, a él, que es pura generosidad y es el caballero más perfecto, más leído, más amable que jamás he conocido, un Amadís valaco, un Rolando transilvano? No consentiré que inventéis más calumnias contra él, y menos cuando lo haces únicamente, amigo Sancho, porque no te place la comida que te sirven sus criados. ¿Habrán contemplado estos vetustos muros tamaña mezquindad alguna vez? Callad, Sancho, e id a reponer fuerzas, que mañana nos espera un largo camino hasta los montes Bucegi.

Al día siguiente, antes de despuntar el alba, don Alonso y el conde Vlad se despidieron como buenos amigos, cada uno ilusionado por la aventura que iba a emprender para librar de gigantes al país del otro, siguiendo entrambos la manera y el estilo de lucha que les eran peculiares. Sancho, que había pasado las últimas horas de su estancia en el castillo encerrado en su aposento, mascando ajos crudos y asiendo con fuerza el crucifijo que llevaba al cuello, contemplaba la escena a una distancia prudencial de los dos hombres.

Cuando maese Vlad y don Alonso se estrecharon finalmente la mano, las nubes que cubrían la luna llena se dispersaron por un momento, dejando que sus rayos iluminaran brevemente a los dos amigos, y a Sancho le pareció que la sombra que en el suelo se proyectaba de los dos hombres era una sola: alta, flaca, desgarbada, con una bacía en la cabeza, y con una larga capa sobre los hombros.

Epílogo

EXTRACTO DE LA CARTA DE DON ALONSO QUIJANO, POR OTRO NOMBRE LLAMADO DON QUIJOTE DE LA MANCHA, A DON PERO PÉREZ

Señor cura,
Torno a casa abatido por no haber podido hacer batalla a ningún gigante, a pesar de que mi buen amigo, el conde Vlad, me aseguró que los montes Bucegi se hallaban plagados de tales seres. Sancho y yo hemos visto, eso sí, sus enormes tumbas y sus descomunales mesas, pero no hemos encontrado a los gigantes para poder así quitarles las vidas. […] Paréceme que Sancho ha perdido la cordura: no deja de repetir que en Transilvania no hay ningún gigante, sino unos desaforados monstruos que liban la sangre de las doncellas y niños, y que el conde Vlad, ni más ni menos que el conde Vlad, es uno de ellos. ¿Habráse visto tamaña volatería? En lo único en lo que mi pobre amigo y yo estamos de acuerdo es en la necesidad de volver pronto a nuestra tierra: Sancho, para hartarse de torreznos y olvidar bajo el sol de la Mancha los continuos miedos que encierran para él las brumas transilvanas, y yo para poder emprender nuevas batallas que curen así la desazón que ha causado en mí la aventura transilvana […]

Vuestro,
El Caballero de la Triste Figura

EXTRACTO DE LA CARTA DEL CONDE VLAD A LAS DAMAS DEL CASTILLO DRÁCULA

Mis queridas hermanas:
Vuelvo al castillo con la decepción de haber sido engañado. Don Alonso me mintió vilmente […] Los gigantes de los que me hablaba, rebosantes de intensa sangre española con la que esperaba embriagarme, no existen ni jamás han existido […] Los españoles o bien apestan tanto a ajo como el estúpido de maese Sancho, o bien, siendo tan flacos como don Alonso, apenas tienen sangre para beber, o les suceden ambas cosas, así que estoy hambriento […] Os volveré a escribir en mi camino de vuelta […] Recordadme, por favor, que en doscientos años como mínimo no vuelva a intentar procurarme un banquete lejos de nuestra amada Transilvania, y que la próxima vez busque a tal efecto un lugar menos soleado, más brumoso, para iniciar mi cacería […]
Con amor, vuestro
Vlad