El Obediente Pintor
Fernando Muñoz Fernández

Don Luis Menéndez de Haro, duque de Olivares y valido del cuarto Felipe, observaba con falsa erudición al pintor que bocetaba, en el enorme lienzo de más de tres metros de ancho, las figuras de las meninas de su señora, la infanta Margarita, mientras su enorme mastín dormitaba junto a él, ajeno a lo que hacía su amo.


– Doña Isabel, por favor, acercaos más a Su Alteza- dijo el pintor mientras sufría al elegido por el rey, que casi rozaba con sus ridículos y engolados bigotes la nuca de Diego de Velázquez.
Isabel de Velasco, hija del conde de Fuensalida y, a la sazón, menina de la infanta, se arrimó a la niña que, con aire divertido, observaba la pose congelada de su otra menina, Doña María Agustina Sarmiento de Sotomayor, quien sufría en la inclinada postura sosteniendo un búcaro vacío.


A la izquierda de la infanta, Maribárbola bufó y miró de reojo a Su Alteza, que le devolvió la mirada. La enana, inseparable de su adorada Margarita, le sacó la lengua, lo que provocó la risa real. El contagio fue inmediato y hasta el pequeño Nicolasito Pertusato, que lanzaba el diábolo con el que debía posar, sonrió por la alegría de su señora.
– Pintor- dijo Luis Menéndez de Haro- esta hermosa composición tiene el propósito de reflejar a la familia regia, ¿verdad?

Diego de Velázquez aborrecía aquella aristocracia. Odiaba como trataban a los artistas, la consideración pública que tenían de pintores, escultores, arquitectos… Para ellos no eran más que meros artesanos, como los zapateros u orfebres, que debían obedecer sin rechistar y pagar sus impuestos al rey. Sin embargo en Italia… ¡Ah, Italia! Allí los creadores eran tratados como glorias nacionales. Más allá de evocaciones transalpinas, Velázquez debía obediencia a aquel fantoche y no pudo evitar contestarle.


– No como vos lo entendéis, señor -contestó el pintor con aire cansado, como quien espanta una pesada mosca de la pechera.
– ¿A qué te refieres? -respondió ofendido el valido del rey. Hasta su fiel mastín se percató del cambio de actitud de su amo, por lo que incorporó la cabeza y levantó las orejas.
– Perdonadme, señor. Quiero decir que pretendo reflejar naturalidad en el comportamiento de la familia real.
– Ya…


Don Luis retrocedió un paso, para alivio del pintor, y levantó la mano que sujetaba con afectación un pañuelo ricamente bordado. Meneándolo ante la nariz de Velázquez, dijo:
– Sí… Es interesante. Pero… ¿dónde estoy yo?
Diego de Velázquez se volvió hacia él y, bajando las manos que sujetaban paleta y pincel, le miró con asombro.
-¿Cómo decís, señor?
– Sí, sí… Están, por supuesto, la gentil Infanta Margarita, sus meninas, nuestros amados reyes, incluso vos mismo y otros, como la camarera mayor y el guardadamas… Es más, pintor, habéis dibujado incluso a estos dos bufones -dijo, señalando a Maribárbola y Nicolasito, que dejó de jugar con el diábolo. El mastín se incorporó, percibiendo que el ambiente se agriaba.
Diego de Velázquez no supo qué decir. No había pensado, ni por asomo, que debía incluir en su cuadro a aquel advenedizo que había prosperado a la sombra de su tío, el Conde Duque de Olivares, y que no había dudado en aprovechar su caída en desgracia, trece años atrás, para aumentar su influencia y ocupar su lugar.
Luis Menéndez de Haro puso los brazos en jarras y encaró al pintor. No aceptaba ni el más mínimo desplante de ningún subordinado. Pensaba que le consideraban un usurpador, lo cual le enfurecía. Incluso su fiel mastín había desarrollado la percepción de esa hostilidad hacia su amo y le miraba expectante. Y también a Velázquez.
-Y bien, pintor, ¿qué decís? -inquirió.


En ese momento entró en la amplia sala del Alcázar de Madrid -donde había vivido hasta su muerte diez años atrás el príncipe Baltasar Carlos-, Su Majestad el rey Felipe IV acompañado de su esposa, Mariana de Austria, seguidos de una cohorte de siervos, ayudantes de cámara, pisaverdes y advenedizos encargados más en reírles las ocurrencias a los monarcas que en hacer un real servicio a las Españas. Todos los presentes se inclinaron con respeto.
El rey se separó del grupo y se acercó a su hija, a la que adoraba. No en vano, era su única descendiente viva después de haber tenido que enterrar a sus otros vástagos. Se giró hacia Velázquez, por el que sentía afecto verdadero.
– Mi buen pintor. Espero que tanta algarabía no distraiga vuestro quehacer.


Velázquez miró a Luis Menéndez de Haro, que le devolvió una mirada altanera y chulesca.
– No, majestad. Es perfecto para recrear la ambientación del cuadro.
Felipe IV miró la obra. Pero, con ademán amanerado, comenzó a olisquear el aire, observó a su valido, que sonrió ufano, y bajó la mirada a sus pies con gesto despectivo.
– Don Luis, os he dicho en varias ocasiones que me desagrada la presencia de vuestro mastín. Es un perro muy… oloroso.
– Disculpadme, majestad -dijo mientras señalaba a un pequeño paje para que se llevase al perro.- Siento especial afecto por este noble animal. Me inspira más confianza que muchas personas -contestó devolviéndole una mirada glauca al pintor. -Perdonadme la blasfemia, pero a veces siento que este perro y yo somos la misma persona.

El rey rió la ocurrencia y su valido se hinchó de orgullo. Era el momento y no dudó en presentar ante el monarca su cuita.
– Por cierto, majestad, creo que debería reconsiderar Diego de Velázquez la distribución de las figuras en este hermoso cuadro.
– ¿Ah, sí, señor duque? -dijo con acritud el pintor, anticipándose a la contestación del monarca.
– Así es, pintor -espetó con desprecio- Considero un ultraje para Su Majestad que representéis en este cuadro a la familia real rodeado de sirvientes y gente sin importancia.
El rey captó al momento la nada sutil sugerencia de su valido. Miró al pintor divertido.
– ¿Qué tenéis que decir a eso, Diego?- preguntó.
Diego de Velázquez, que sabía que no debía meterse en según qué trigales, optó por la prudencia: -Majestad. Ya sabéis que me dejo llevar por mi inspiración, pero siempre supeditada a vuestros deseos.
– Que así sea- contestó el rey.- Sabéis lo que debéis hacer, ¿no?. Incluid en el cuadro a quien entendáis que deba estar conmigo y mi familia.
La discusión quedó zanjada con un ademán seco del monarca, que se dirigió de nuevo a la salida seguido por su esposa y su cohorte, mientras que todos los presentes volvían a reverenciar a los que se iban.
Don Luis se volvió hacia Diego de Velázquez y le dijo:
– ¿Os viene bien mañana a esta misma hora, pintor? Supongo que me haré vestir con el jubón gris y crema de nuestro rey. Hasta entonces- dijo. Hizo una grácil reverencia a la infanta, que estaba aburrida, y se marchó, henchido por la sumisión de sus subordinados; pero sobre todo por haber impuesto su voluntad al pintor.

En las siguientes semanas, Velázquez cambió su rutina de trabajo, a fin de perfeccionar las figuras representadas en su cuadro. Para tal asunto decidió convocar a cada personalidad por separado, y bocetarlo en un pequeño cuadro que después le serviría para perfilar definitivamente la obra.
Así, uno a uno, todos aquellos que figurarían en su cuadro posaron ante él: los reyes y la infanta, por supuesto; también sus meninas, María Agustina e Isabel; los acompañantes Maribárbola y Nicolasito; doña Marcela de Ulloa y don Diego Ruiz de Azcona, a la sazón camarera mayor y guardadamas real, respectivamente; también posó su primo José Nieto, por el que sentía especial afecto, y que era jefe de tapicería y aposentador de la reina.
Y, por descontado, Don Luis Menéndez de Haro y Sotomayor, tercer duque de Olivares y sexto marqués de Carpio. Y lo hizo acompañado de su mastín.


– Espero que sepáis lo importante que sería contar con mi beneplácito en este encargo, pintor -susurró el susodicho mientras posaba.- De vos depende.
– Por supuesto, mi señor duque. Ahora, si os place, permaneced quieto- contestó Velázquez mientras manejaba con soltura colores y pinceles. A los pies de Don Luis, el mastín dormitaba entre bostezo y bostezo.
Tras varias jornadas de posados, el duque de Olivares se dio por satisfecho con el resultado: Diego de Velázquez en verdad era un pintor prodigioso. Allí, en aquella humilde tablilla, aparecía su persona en pose regia con su fiel perro a sus pies. Le satisfizo su porte y gallardía. No dijo más. Sin despedirse se marchó por donde había venido, arrastrando tras de sí una mezcla de arrogantes perfumes franceses y el apestoso olor de su perro.


Por fin, una calurosa mañana de primavera de 1656, Don Diego de Velázquez anunció que su obra estaba finalizada. Por tal motivo, el mayordomo real preparó una recepción para el todo Madrid de la época en el mismo salón del Alcázar donde el pintor había estado trabajando durante casi medio año. A primera hora de aquella mañana las carrozas fueron llegando trayendo a lo más insigne de la Corte.
Y, según pasaban al enorme salón, se encontraban con un enorme cuadro de más de tres metros de ancho por otro tanto de alto, cubierto por un enorme telón, como si de un teatro se tratase. A su lado, Diego de Velázquez, vestido con primor para la ocasión, golpeteaba el suelo con la punta del pie, en un gesto que denotaba impaciencia y nerviosismo.


A media mañana hizo su entrada el rey. Los súbditos se inclinaron; los caballeros admiraron la belleza de la reina; las señoras apreciaron las ricas vestimentas; todos coincidieron que nunca hubo una monarquía tan esplendorosa como aquella.
Se pusieron ante el cuadro y esperaron. Todos estaban expectantes, incluido un en exceso recargado de bandas y medallas duque de Olivares, que miraba ceñudo al pintor. Este notó que parecía que al valido de Felipe IV le faltaba algo. Y así era; no estaba su perro.
– Maestro pintor, cuando queráis -dijo el monarca.
Velázquez hizo una breve reverencia y tiró del telón descubriendo el cuadro.


Un “¡Oh!” de asombro recorrió toda la sala. El rey y la reina miraron embelesados. La Infanta Doña Margarita sonrió complacida mientras aplaudía con infantil espontaneidad. Maribárbola y Nicolasito se abrazaron. Todos estaban satisfechos… salvo Don Luis Menéndez de Haro, que estiraba y contorsionaba el cuello para intentar ver mejor. Pero era lo que no veía lo que le enfureció hasta la ira: él no estaba en el cuadro.
– ¡Pintor! -gritó- ¡Creo que no habéis obrado de acuerdo al deseo de Su Majestad!
– No sé a que os referís, señor -contestó Velázquez.
– ¡El rey explicitó con claridad que yo debía figurar en este cuadro!
– No son exactamente ésas las palabras de Su Majestad- respondió de nuevo Diego de Velázquez sin alterarse.
Un gesto del monarca sirvió para cortar la discusión. Se volvió hacia su valido y comenzó a reírse. Su esposa, la reina, lo observó y no pudo contener la risa, al igual que su séquito. Pronto, salvo Diego de Velázquez y el duque de Olivares, toda la sala reía, aunque sólo el monarca parecía saber por qué. Y entonces, en un breve momento de tregua, el rey, entre hipados de risa, dijo:
– Creo que sí que estáis en el cuadro, mi querido duque.
Y señalando el extremo inferior derecha del mismo, soltó una carcajada en pleno rostro de Don Luis Menéndez de Haro, que, al ver lo que Felipe IV le indicaba, no pudo contener un grito de asombro y rabia mientras su tez se tintaba de rojo carmesí.
En aquel lugar de la pintura, en donde que lucir el semblante adusto del gran duque, el niño enano y bufón Nicolasito Pertusato le arreaba una patada en el culo a un mastín que parecía dormitar entre bostezo y bostezo.