EL LOBO (2004)
Director: Miguel Courtois.
Intérpretes: Eduardo Noriega, Silvia Abascal, Patrick Bruel, José Coronado.
Mikel Lejarza (Eduardo Noriega), alias Lobo, fue un agente de los servicios secretos españoles que estuvo infiltrado en ETA durante los años 1973 y 1975, consiguiendo con su labor en el seno de los terroristas desarticular gran parte del entramado de su organización.
Este hecho provocó que ETA condenase a muerte a Lejarza, quien tuvo que cambiar a partir de ese momento su identidad y su rostro para evadirse del cumplimiento de tal amenaza.
La defensa de la identidad de una tierra y la reivindicación de unas raíces y unas políticas que puedan de manera razonable y justa mejorar las condiciones vitales y ancestrales de los elementos humanos que componen tal espacio y lugar, resultan plausibles y en cierta manera, necesarias, para no desvincular a sus habitantes con sus esencias telúricas e intentar buscar un progreso en todas las circunstancias, materiales y personales, que le rodean.
Lo peligroso es cuando esa reivindicación se aparta de pautas constructivas, integradoras con su contexto mediante métodos de progreso y no primitivos, viéndose inmersa en una vorágine marcada básicamente por la sinrazón y la destrucción, a corto, medio o larzo plazo, la cual termina siendo interna y externa, devorando cualquier causa y deparando violencia e incertidumbre, consecuencias sin aspectos positivos para nadie.
“El Lobo”, film dirigido por Miguel Courtois y escrito por Antonio Onetti, somete esta vorágine criminal a una perspectiva en formato thriller al penetrar en el armazón principal de la organización terrorista ETA siguiendo a un infiltrado real de la policía, Mikel Lejarza, quien consiguió ingresar en el seno de la banda armada durante los años 1973 y 1975, logrando con su intervención la detención de importantes miembro del grupo. Esta acción suscitó que el personaje principal, interpretado de manera muy correcta por Eduardo Noriega, tuviese que privarse de una existencia ordinaria para para pasar a vivir de manera clandestina y anónima.
La deserción vital y la pérdida de la normalidad en su existir marcan la característica audaz del personaje del Lobo en una película que, abordando un tema esencial para el definitivo desarrollo democrático español, parece depender en demasía de claves estéticas y narrativas del thriller moderno estadounidense, divagando demasiado en el corazón del asunto, tratado de manera simplona al margen del exigible seguimiento genérico al carácter central, y de la búsqueda de un reflejo lógico y estrecho de un contexto sociopolítico muy definido, trasladado con una sordidez derivativa y un cúmulo de personajes no exentos de tópicos en su naturaleza como personajes.
Como thriller, rítmico pero aséptico, sin cánones propios en la conducción narrativa ni personalidad destacada en cualquier aspecto de su producción, “El Lobo” puede deparar cierto grado de entretenimiento, de pulp barato sin significación aparente, pero le falta osadía en el cimiento temático y mayor complejidad en el estudio psicológico del personaje pivote y en la propia organización terrorista.
Vamos, que sin marcharnos a los Estados Unidos, le falta todavía a Courtois cierto savoir-faire para acercarse a un Jean-Pierre Melville o a un Constantin Costa-Gavras.
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Aunque la atonía industrial del cine español, por lo inveterada, pudiera inducir
a pensar lo contrario, no hay por que pensar que toda apuesta valiente o
arriesgada haya de ser, necesariamente, temeraria o suicida: si se ponen en
juego los elementos adecuados, y se trabaja con inteligencia y claridad de
ideas, los resultados han de terminar, forzosamente, resultando satisfactorios.
Así sucede, de hecho, en el caso de El lobo, un producto de muy cuidada factura
y del cual, salvo inesperada sorpresa, no cabe mas que esperar un rotundo éxito
comercial, dado su enfoque y sus componentes.
A pesar de lo que el propio director haya podido mencionar acerca de sus fuentes
de inspiración, El lobo, en cuanto a su sustancia política, no tiene el más
mínimo parecido con un film de Costa-Gavras, mientras que sí se acerca, y
bastante, a las constantes creativas de un director como Alan Parker: el
trasfondo político subyacente no deja de ser, en el film de Miguel Courtois –un
realizador, pese a su juventud, muy rodado en el medio televisivo en Francia-,
un elemento derivado del fundamento histórico real de la trama, y no, desde
luego, un eje vertebrador de la película; además, su presencia efectiva se ciñe
a una secuencia, ésa en la que Ricardo, responsable del servicio secreto,
formula su tesis acerca de la continuidad del terrorismo como un factor
necesario (como salvavidas) ante el cambio político que se avecina, y justifica
con ello la falta de voluntad (política y policial) para ponerle fin.
El resto es acción, mucha acción. Y muy bien rodada, por cierto; enmarcadas en
una ambientación, tanto de gentes como de decorados, excelentemente trabajada
(la tarea de reconstrucción de la época es encomiable, y hay que felicitar al
equipo técnico en pleno por la minuciosidad con que se han recreado todos los
detalles a tener en cuenta en estos casos), las escenas de atentados y
persecuciones se van sucediendo, entreveradas por secuencias intermedias que,
situadas en otros planos de la historia –los configurados por las diferentes
tramas secundarias: la relación afectiva de Amaia con sus compañeros Lobo y
Nelson; las reuniones y asambleas de los etarras, que se desarrollan en paralelo
con las reuniones de la cúpula gubernativa: tanto en unas como en otras, se van
a debatir y confrontar estrategias de ataque/defensa, que se ven ilustradas (y
se contrastan) a través de iluminaciones contrapuestas, cada una con su
simbolismo específico-, sirven de contrapunto (y remanso, previo a un nuevo
empujón, y salto hacia delante) a una trama central cuya progresión rítmica y
dramática está perfectamente calibrada.
La resultante final es la de un thriller tenso y trepidante, que sostiene la
emoción y el interés a lo largo de todo el metraje, y que explota sabiamente,
gracias a una realización ágil y clara (y con una dotación de medios materiales
y económicos suficientes: basta ver la amplitud y nivel del reparto actoral, o
el despliegue de localizaciones, para comprobar de manera evidente que estamos
muy lejos –por elevación- de los estándares de una tv-movie al uso), el material
dramático con el que cuenta, oro de muchísimos quilates: el enorme juego que el
personaje genérico del “infiltrado” –las habilidades que ha de desplegar para
introducirse en la organización; la permanente incertidumbre acerca de si, con
motivo del más mínimo fallo, será, o no, descubierto…- puede proporcionar a
una trama de suspense político-policial está, en el caso de El lobo,
perfectamente desarrollado, y nos termina ofreciendo un producto de un nivel más
que digno, en cuyo debe, no obstante, cabe apuntar algunas deficiencias que, aun
sin empañar en demasía la valoración global del film, no se deberían pasar por
alto: es el caso de la elección del protagonista, o de la delineación en el
guión de la personalidad del principal (más bien, único) personaje femenino.
Sobre la elección del protagonista, hay que empezar reconociendo que el trabajo
de Eduardo Noriega para cubrir las dos facetas (Txema Loygorri/Lobo) de su único
personaje es muy, muy meritorio, y que ha crecido como actor, desde su debut con
Tesis, en magnitudes gigantescas; pero aun así, a la creación de su personaje le
sigue faltando un punto de hervor, que habría de concretarse en algo más de
dureza, un grado mayor de hosquedad, que le resultan muy complicados por sus
perfiles, tanto físico como de carácter: Noriega lo intenta, pero, en esas
escenas en que se planta con ataques arrebatados de dignidad –ya sea real o
ficticia-, no resulta nada convincente: a su mirada le falta acero; a su voz,
gravedad y potencia; y a su presencia general, el trasladar la convicción de que
estás ante alguien que, llegado el caso, sería capaz de hacerte daño. De todos
modos, su esfuerzo es tan grande, y tal su grado de concentración, que consigue
que, al menos, la película no se vaya al traste por una decisión básica de
casting.
En cuanto al dibujo del personaje femenino (encarnado por una prometedora y muy
sugerente Melanie Doutey, que sí que está a la altura de las circunstancias),
resulta muy poco creíble, hasta el punto de que ni siquiera la evidencia de que
se trata de un elemento de contraste dramático, introducido con una intención
instrumental y el ánimo, eminentemente, de que funcione como un “factor de
relajación” y un gancho adicional (un puntito erótico para salpimentar la
historia nunca sobra cuando hay una pretensión de llegar a un público amplio),
consiguen salvarlo de su incongruencia, rayana en el absurdo: a una
peligrosísima activista no hay por qué asociarla, indefectiblemente, a una
imagen feísta de rudeza y carencia absoluta de feminidad, pero esta Amaia se
encuentra bastante más cercana a la Linda Fiorentino de La última seducción, o a
la Nicole Kidman de Malice, que a cualquier otro arquetipo femenino menos
sofisticado. Y tampoco es eso, supongo.
En definitiva, y aun con sus fallas puntuales, hay que calificar El lobo como un
producto muy comercial y tremendamente solvente, llamado a satisfacer el gusto
por un cine de entretenimiento bien hecho de un segmento de público muy, muy
amplio. Y, también, por qué no, de una tremenda patada en el culo a toda esa
caterva de prejuiciosos malintencionados que, a la vista de la nacionalidad de
la película, jamás se van a acercar a verla, aun cuando la misma se encuentre en
parámetros genéricos y tonales plenamente acordes con sus gustos habituales; qué
se le va a hacer, siempre habrá alguien más dispuesto a identificarse con las
aventuras y desventuras de un detective de Ohio que con las de un muchacho de
Oyarzun: me temo que ése debe ser un efecto colateral no contemplado en Super
Size Me por el amigo Spurlock…
Manuel Márquez
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